Aníbal Santiago
Ciudad de México (CDMX).- Dos macabras calaveras sonríen. Con abismos rojos en vez de ojos, fémures cruzados bajo el mentón y un par de rayos incrustándose en los cráneos, esas calaveras te avisan de la cercanía de la muerte con su risa tétrica (crueles, aguardan tu partida): “Peligro. Alto voltaje, riesgo de descargas eléctricas”.
Para que sientas un calambre y huyas, con ese cartel te recibe el asta de la bandera monumental de San Jerónimo si atraviesas la lateral del Periférico, caminas al parque donde ella se eleva y alzas la cabeza lo máximo que puedas -como si quisieras detectar a Saturno- con la intención de mirar al lienzo patrio desde su base.
No queremos que el alto voltaje nos atraviese, aunque en realidad no es el mecanismo eléctrico que la eleva 100 metros de altura el que ha vuelto al lienzo patrio un deporte extremo, sino sus demás peligros.
¿Cómo llegó a la Ciudad de México una bandera tan portentosa? La respuesta me la dio un amigo -lo llamaremos Pepe para no irritar al PRI- una vez que jugando al juego imposible de rescatar algo bueno de nuestros presidentes le pregunté cuál creía que era el gran legado de Ernesto Zedillo. “Las banderas monumentales”, dijo con una risita.
Aunque mordaz, tenía razón: fue Zedillo quien con un decreto de 1999 en el Diario Oficial ordenó instalar banderas altas como Godzilla en todo el país. A esta capital le tocó el cruce de Perifas y San Jerónimo. ¿Y para qué lo hizo? Acaso lo movió la idea de que si a los mexicanos nos rodeaban banderas gigantes, igual de gigante sería nuestro patriotismo. Ridículo error, pero no tan grande como el de encajar en el suelo un tubo inmenso que agarra una tela de 50 mts de largo justo arriba de un crucero furioso con coches y peseros que circulan entre Toreo y Canal de Chalco.
De abril a octubre, en época de lluvias, la Ciudad de México se vuelve un monstruo desalmado: océanos de lluvia ácida se derrumban día a día desde la tropósfera. Cuando los cerca de 250 kilos de tela verde, blanca y roja chupan el agua, el lienzo ya pesa toneladas. Entonces, tragedia: la tela se desgarra y cae a jirones, no sobre una fresca y verde campiña (imagen perfecta para una monografía de papelería sobre la Independencia nacional), sino en vías atestadas de autos con conductores transfigurados en “Checo” Pérez. Como manejar a 100 kms/h y que en tu parabrisas caigan cachos gigantes de bandera empapada puede ser catastrófico, se crearon largas jaulas cilíndricas protectoras que los autos atraviesan. El escenario nocturno es de Blade Runner.
En mi tour dentro del parque de esa bandera bajé la vista: por los choques ahí sucedidos, en torno a su preciosa fuente sin agua yacen cámaras de llanta, rines, espejos rotos, residuos de salpicaderas.
Cuando en el año 3214 los antropólogos del futuro vayan a la Glorieta de San Jerónimo para investigarnos, recogerán esos fósiles y concluirán: “Qué torpes nuestros antepasados”. ¿Por?
Aquí una parte mínima de sus desventuras.
1999 – El Ejército notaba que la bandera se rasgaba todo el tiempo, hasta descubrir que era por una rebaba del asta. Un herrero la lijó.
2007 – La bandera fue atacada a tiros por algún traidor a la patria.
2008 – Los céfiros, o sea, los vientos (los trinos no tuvieron nada que ver) despedazaron por enésima vez la tela que, como siempre, cayó a pedazos en el arroyo vehicular.
2010 – La bandera se cayó completita (el asta no, por fortuna).
2018 – Por los vientos y la lluvia, la bandera se rompió y cayó otras dos veces en un año. La primera vez hubo percances viales, aunque sin víctimas de gravedad.
La segunda ocasión los peatones y automovilistas resultaron ilesos. ¿Pero y la herida bandera? La Ley sobre el Escudo, la Bandera y el Himno Nacionales es clara: las autoridades que custodian la bandera son las secretarías de la Defensa Nacional y Gobernación. Por eso, aquella vez el avispado reportero Raúl Cruz reflexionó así. “Los ciudadanos de a pie no podemos parar el camino, doblar la bandera, meterla a la lavadora y volverla a colgar. Por eso, ni los policías ni los vecinos pudieron hacer mucho por la pobrecita bandera que ahí andaba, en espera de su Juan Escutia. No fue sino hasta que llegó el Ejército que pudieron levantarla, doblarla y llevarla a la tintorería más cara de la historia”.